Comentario
CAPÍTULO XVII
De las cosas que los capitanes Juan de Añasco y Pedro Calderón ordenaron en cumplimiento de lo que el general les había mandado
El curaca Mucozo se entretuvo con Juan de Añasco y los demás españoles cuatro días, en los cuales, y en los demás que los nuestros estuvieron en el pueblo de Hirrihigua, no cesaron sus indios de llevar a su tierra, yendo y viniendo como hormigas, todo lo que los españoles, por no lo poder llevar consigo, habían de dejar en aquel pueblo, que era mucha cantidad, porque de solo cazavi, que es el pan de aquella isla de Santo Domingo y Cuba y sus circunvecinas, les quedó más de quinientos quintales, sin otra mucha cantidad de capas, sayos, jubones, calzones, calzas y calzado de todas suertes: zapatos, borceguíes y alpargates. Y de armas había muchas corazas, rodelas, picas y lanzas y morriones, que de todas estas cosas, como el gobernador era rico, llevó gran abundancia, sin las otras que eran menester para los navíos, como velas, jarcias, pez, estopa y sebo, sogas, espuertas, serones, áncoras y gúmenas, mucho hierro y acero que, aunque de estas cosas el gobernador llevó consigo lo que pudo llevar, quedó mucha cantidad, y, como Mucozo era amigo, holgaron los españoles que se las llevase, y así lo hicieron sus indios y quedaron ricos y contentos.
Juan de Añasco traía orden del gobernador para que en los dos bergantines que en la bahía de Espíritu Santo habían quedado fuese costeando toda la costa al poniente hasta la bahía de Aute, que el mismo Juan de Añasco con tantos trabajos como vimos había descubierto y dejado señalada para conocerla cuando fuese costeando por la mar. Por cumplir su comisión, visitó los bergantines, que estaban cerca del pueblo; reparolos y proveyó de bastimentos, y apercibió la gente que con él había de ir, en lo cual gastó siete días. Dio aviso al capitán Pedro Calderón del orden que el gobernador mandaba que llevase en el camino que había de hacer por tierra, y, habiéndose despedido de los demás compañeros, se hizo a la vela en demanda de la bahía de Aute, donde lo dejaremos hasta su tiempo.
El buen caballero Gómez Arias, que también llevaba comisión del gobernador para ir a La Habana en la carabela para ir a visitar a doña Isabel de Bobadilla y a la ciudad de La Habana y a toda la isla de Santiago de Cuba y darles cuenta de lo que hasta entonces les había sucedido y de las buenas partes y calidades que habían visto y notado de la Florida, demás de lo cual había de tratar otros negocios de importancia, que, porque no son de nuestra historia, no se hace relación de ellos. Para lo cual Gómez Arias mandó requerir la carabela de carena y proveerla de gente y bastimentos y alzó velas, y en pocos días llegó en salvamento a La Habana, donde fue bien recibido de doña Isabel y de todos los de la isla de Cuba, los cuales, con mucha fiesta y regocijo solemnizaron las nuevas de los prósperos sucesos del descubrimiento y conquista de la Florida, y la buena salud del gobernador, a quien todos ellos particular y generalmente amaban y deseaban suma felicidad, como si fuera padre de cada uno de ellos, y lo tenía merecido a todos.
Atrás, en el libro primero, hicimos mención, diciendo que los indios de esta provincia de Hirrihigua en dos lances habían preso dos españoles. Lo cual fue más por culpa de los mismos españoles presos que por gana que los indios hubiesen tenido de hacerles mal, y, porque fueron cosas que sucedieron en el tiempo que el capitán Pedro Calderón estuvo en esta provincia, después que el gobernador salió de ella, aunque son de poca importancia, y también porque no le sucedieron otras de más momento, será bien contarlas aquí. Es de saber que los indios de aquella provincia tenían hechos en la bahía de Espíritu Santo grandes corrales de piedra seca para gozar de las lizas y otro mucho pescado que con la creciente de la mar en ellos entraba y, con la menguante, quedaba acorralado casi en seco, y era mucha la pesquería que los indios así mataban. Y los castellanos que estaban con el capitán Pedro Calderón gozaban también de ella. Acaeció que un día se les antojó a dos españoles, el uno llamado Pedro López y el otro Antón Galván, naturales de Valverde, de ir a pescar sin orden del capitán. Fueron en una canoa pequeña y llevaron consigo un muchacho, natural de Badajoz, de catorce o quince años, que había nombre Diego Muñoz, paje del mismo capitán.
Andando los dos españoles pescando en un corral grande, llegaron veinte indios que iban en dos canoas, sin otros muchos que quedaban en tierra y, entrando en el corral, con buenas palabras, de ellas en español y de ellas en indio, les dijeron: "Amigos, amigos, gocemos todos del pescado". Pedro López, que era hombre soberbio y rústico, les dijo: "Andad para perros, que no hay para qué tener amistad con perros." Diciendo esto, echó mano a su espada e hirió a un indio que se le había llegado cerca. Los demás, viendo la sinrazón de los españoles, los cercaron por todas partes, y a flechazos y a palos con los arcos y con los remos de las canoas mataron a Pedro López, que causó la pendencia, y a Galván dejaron por muerto, la cabeza abierta y todo el rostro desbaratado a poder de palos, y a Diego Muñoz llevaron preso, sin hacerle otro mal por su poca edad.
Los castellanos que estaban en el alojamiento acudieron en canoas a la grita por dar socorro a los suyos, y llegaron tarde, porque hallaron muertos los dos compañeros, y el otro, preso en poder de los indios. A Pedro López enterraron y a Antón Galván, sintiendo que todavía respiraba, le hicieron beneficios con que se restituyó a esta vida, pero tardó en sanar de las heridas más de treinta días, y, por muchos meses (aunque sanó de sus miembros) quedó como tonto, atronado de la cabeza de los palos que en ella le dieron. Y él, que en salud no era el más discreto de sus aldeanos, siempre que contaba lo que aquel día había acaecido, entre otras rústicas palabras decía: "Cuando los indios nos mataron a mí y a mi compañero Pedro López, hicimos esto y esto". Los compañeros, habiendo placer con él, le decían: "A vos no os mataron, sino a Pedro López. ¿Cómo decís que os mataron, pues estáis vivo?". Respondía Antón Galván: "A mí también me mataron, y si soy vivo, Dios me volvió a dar la vida". Por oírle estas rusticidades y groserías, le hacían contar muchas veces el cuento, y Galván, perseverando en su lenguaje pulido, diciéndolo siempre de una propia manera, daba contento y qué reír a sus compañeros.
En otro lance semejante prendieron los indios de esta provincia Hirrihigua otro español llamado Hernando Vintimilla, gran hombre de mar. El cual salió una tarde inadvertidamente, mariscando y cogiendo camarones por la ribera de la bahía abajo, con la menguante de ella, y así descuidado fue hasta encubrirse con un monte que había entre la bahía y el pueblo donde había indios escondidos. Los cuales, viéndole solo, salieron a él y le hablaron amigablemente diciendo que partiese con ellos el marisco que llevaba. Vintimilla respondió con soberbia, pretendiendo amedrentar los indios con palabras porque viesen que no les temía y no se atreviesen a hacer algún mal. Los indios, enfadados y enojados de que un español solo hablase con tanta soberbia a diez o doce que ellos eran, cerraron con él y lo llevaron preso, mas no le hicieron mal alguno.
Estos dos españoles tuvieron consigo los indios de esta provincia diez años --y los dejaban andar libres, como si fueran de ellos mismos-- hasta el año de mil y quinientos y cuarenta y nueve, que con tormenta aportó a esta bahía de Espíritu Santo el navío del padre fray Luis Cáncer de Barbastro, dominico, que fue a predicar a los indios de la Florida y ellos le mataron y a dos compañeros suyos. Y los que en el navío quedaron se acogieron a la mar, y, yendo huyendo, les dio tormenta y tuvieron necesidad de entrar en aquella bahía a socorrerse de la furia de la mar. Los indios de Hirrihigua salieron, pasada la tormenta, con muchas canoas a combatir la nao, la cual, como no llevaba gente de guerra, se retiró a la mar. Los indios todavía porfiaban a seguirla, y con ellos iban los dos españoles Diego Muñoz y Vintimilla, de por sí en una canoa desechada, con intención de huirse de los indios e irse a la nao, si ella les esperase. Yendo así todos siguiendo el navío, acaeció que el viento norte se levantó. Los indios, temiendo no creciese el viento con la furia que en aquella región suele correr y los echase la mar adentro, donde peligrasen, tuvieron por bien de volverse a tierra. Los dos españoles con astucia se hicieron quedadizos; daban a entender que por ser dos solos no podían remar contra el viento y, cuando vieron los indios algo apartados, volvieron la proa de su canoa al navío y remaron a toda furia como hombres que deseaban libertad por la cual se ponían al peligro de perder allí las vidas, y, a grandes voces, pedían que los esperasen. Los de la nao, viendo ir a ellos una canoa sola, luego entendieron que era de gente que los había menester y amainaron las velas y esperaron la canoa, y llegada que fue, recibieron los dos españoles en trueque y cambio de los que habían perdido. De esta manera volvieron a poder de cristianos Diego Muñoz y Vintimilla al cabo de diez años que habían estado en poder de los indios de la provincia de Hirrihigua y bahía de Espíritu Santo.